No debemos exagerar ni minimizar la importancia de ningún don. Cada uno tiene su lugar en el plan de Dios y cada don debe usarse únicamente para su servicio. Recordemos siempre que ningún don es prueba de santidad, como nos recuerda el Apóstol Pablo: “Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad soy como bronce que suena o címbalo que retiñe” (1ª. Corintios 13:1).
San Pablo agradeció ante los corintios el hecho de que Dios le haya concedido el don de lenguas: “Doy gracias a Dios porque hablo en lenguas más que todos vosotros; pero en la asamblea prefiero decir cinco palabras con sentido para instruir a los demás, que diez mil en lenguas” (1ª. Corintios 14:18).
Poseer el don de lenguas no es una señal de que hayamos sido elegidos, ni tampoco significa que si no hay don de lenguas no esté actuando el Espíritu Santo en un determinado grupo. Estos errores no deben existir. San Pablo nos exhorta a la madurez, a valernos con gratitud de todos los dones, pero sin llegar a fascinarnos con los dones más visibles; al contrario, debemos reconocer el lugar y la función de cada uno de ellos, y utilizarlos siempre al servicio de Dios y en el beneficio de nuestros hermanos en la fe.
El don de lenguas, siendo para el bien de la Iglesia, debe ayudarnos a abrirnos a otros dones. Pero esto solo ocurrirá si tenemos el corazón dispuesto para el servicio al Señor en base a las enseñanzas que Él nos dejó.
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