Tomado de la obra del Rvdo. Mons. J.H. Oechtering, V.G.
Los emperadores romanos, que gobernaban el mundo, decretaron diez grandes y sangrientas persecuciones.
Primera persecución, bajo Nerón, alrededor del año 64. — Nerón incendió Roma y culpó a los cristianos. Miles de ellos fueron muertos en las calles; otros eran cosidos en costales, luego embadurnados con pez y quemados vivos en los banquetes nocturnos que Nerón realizaba en sus jardines. San Pedro y san Pablo murieron en esta persecución.
Segunda persecución, bajo Domiciano, alrededor del año 95. — Durante esta persecución, san Juan fue arrojado a un caldero con aceite hirviente, pero fue preservado milagrosamente. Luego fue desterrado a la isla de Patmos, donde recibió revelaciones divinas acerca del futuro de la Iglesia y de la gloria del cielo, y escribió el Apocalipsis.
Tercera persecución, bajo Trajano, cerca del año 107. — El papa san Clemente fue una de sus primeras víctimas; Simeón, segundo obispo de Jerusalén, fue crucificado; san Ignacio, obispo de Antioquía, fue echado a los leones en el anfiteatro de Roma.
Los cristianos de Roma recogieron los huesos de san Ignacio y los enviaron a Antioquía con el mensaje: «Os hemos hecho saber el día de su muerte, a fin de que podamos reunirnos en su aniversario para celebrar su memoria y esperar compartir su victoria» (A.D. 110). Esto prueba la veneración de mártires y reliquias en la Iglesia primitiva. Plinio, gobernador de Betania, envió al emperador Trajano un excepcional informe acerca de los cristianos, en el cual decía: «Se reúnen en ciertos días antes del amanecer para cantar himnos de alabanza en honor a Cristo, su Dios; toman juramento de abstenerse de ciertos crímenes y comen de un alimento corriente pero inocente» (i.e., la sagrada comunión).
Esta persecución continuó bajo Adriano, quien condenó a santa Sinforosa y a sus siete hijos a la muerte. Profanó los lugares sagrados de Jerusalén, y erigió estatuas de dioses falsos en el lugar del calvario y sobre el sagrado sepulcro de nuestro Señor.
Cuarta persecución, bajo Marco Aurelio, cerca del año 167. — San Policarpo, discípulo de san Juan y obispo de Esmirna, sufrió martirio en la hoguera a los 86 años de vida. La persecución fue terrible en Lyon y Vienne (Francia), donde fueron martirizados san Potino, primer obispo de Lyon, y Blandina, un valiente joven esclavo. Aunque la famosa legión cristiana llamada «Fulminatrix» (La legión fulminante) salvó al ejército de manera milagrosa con sus oraciones, el emperador permaneció implacable hacia los cristianos.
La influencia de san Policarpo fue tan grande que sus acusadores paganos y judíos declararon: «Él es maestro de Asia, padre de los cristianos y destructor de nuestros dioses». Cuando se le pidió que negara a Cristo, contestó: «He servido a Cristo por seis y ochenta años, y nunca me ha hecho mal. ¿Cómo, pues, puedo blasfemar contra mi Rey y Salvador?». Sus cenizas fueron recogidas por los cristianos y colocadas en una tumba, donde celebraron cada año el día de su martirio.
Quinta persecución, bajo Septimio Severo, alrededor del año 202. — A pesar de que ste emperador había sido curado por un cristiano, se volvió en contra de ellos. San Clemente de Alejandría dijo de esta persecución: «Todos los días se queman y crucifican mártires antes nuestros ojos». San Ireneo sufrió en Lyon, santa Perpetua y santa Felicidad en Cártago.
El padre de Perpetua, senador pagano de Cártago, le rogó de rodillas que abjurara de Cristo en consideración de su bebé y de la vejez de él, pero con una entereza heroica, la noble señora cristiana rehusó. Fue llevada al arena junto con santa Felicidad, donde sufrieron un glorioso martirio bajo los cuernos de un toro enfurecido y la espada del verdugo.
Sexta persecución, bajo Maximino Trax, alrededor del año 236. — Por razón de muchos terremotos, que los paganos atribuían al olvido de sus dioses, se demandó otra persecución de los cristianos con el grito de: «¡Los cristianos a los leones!». Dos papas, Pontiano y Antero, y muchos otros, sufrieron martirio.
Séptima persecución, bajo Decio, cerca del año 250. — Ésta, la persecución más sangrienta y sistemática, y que iba dirigida especialmente en contra de los obispos y el clero, fue decretada por Decio so pretexto de que el cristianismo y el Imperio romano nunca podrían reconciliarse. Entre las santas víctimas se encuentran las vírgenes santa Águeda y santa Apolonia.
San Cipriano escribió entonces que: «El emperador Decio se había vuelto tan celoso de la autoridad papal que dijo: “Prefiero tener un rival en mi imperio que escuchar de la elección del sacerdote de Dios (san Cornelio) en Roma”».
Octava persecución, bajo Valeriano, cerca del año 258. — En Roma, el papa Sixto II y su diácono, san Lorenzo, fueron martirizados. Cuando se le pidió los tesoros de la Iglesia, san Lorenzo reunió a los pobres y los enseñó a su perseguidor diciendo: «He aquí los tesoros de la Iglesia». Con sereno valor, murió asado en una parrilla.
En Útica, África, 153 cristianos fueron arrojados a las fosas y cubiertos con cal viva.
Novena persecución, ordenada por el emperador Aureliano, y que llegó a fin prematuro a causa de la muerte violenta de éste.
Décima persecución, bajo Diocleciano, alrededor del año 303. — Superó a todas las demás en violencia y crueldad. San Sebastián, tribuno de la guardia imperial, sufrió una muerte lenta al ser ejecutado con flechas. Santa Anastasia, la joven santa Inés de Roma, santa Lucía de Siracusa y muchas otras vírgenes consagradas obtuvieron el laurel del martirio. Santa Catalina, virgen noble y culta de Alejandría que reprochó intrépidamente al césar Majencio por su crueldad contra los cristianos y que refutó a los filósofos paganos de su corte, murió por la espada.
Cuando el obispo Félix, quien había rehusado entregar los libros sagrados, fue llevado a ser ejecutado, dijo: «Mejor es que yo sea arrojado al fuego y no los sagrados volúmenes. Te agradezco, oh Señor, pues cincuenta y seis años de mi vida estuvieron en tu servicio. He preservado la castidad sacerdotal, guardado los santos evangelios y predicado Tu verdad. A Tí, oh Jesús, Dios del cielo y de la tierra, me ofrezco como víctima».
Tanto fue el derramamiento de sangre que Diocleciano hizo acuñar una moneda con la inscripción «Diocleciano, emperador que destruyó el nombre cristiano»: jactancia vana. Su favorito, Cesar Galerio, fue atacado por una detestable enfermedad, y, temiendo la venganza de Dios, derogó el edicto de la persecución.