En estos días se celebra en todo el mundo el nacimiento de un formidable personaje histórico, un extraordinario visionario y un revolucionario de las ideas cuya existencia nadie niega hoy en día. Jesús de Nazaret nació envuelto en una profunda crisis, bajo el signo de la revolución, en medio de las rebeliones del pueblo de Jerusalén contra Herodes, aliado de Roma, quien a su muerte legó su trono a Arquelao, responsable del baño de sangre de tres mil judíos insurrectos, junto al gobernador de Siria, Varo, y el procurador Sabino. La rebelión estallaba en otros distritos del país: los bandidos de Galilea formaban guerrilleros avezados y sus jefes eran considerados reyes de los judíos o mesías, como Judas o el ex esclavo de Herodes, Simón, y el pastor Athronges. Varo marchó sobre ellos con dos legiones, crucificó a dos mil rebeldes y al resto los vendió como esclavos. Éste era el contexto social que vivió el hijo del carpintero José.
Según nos cuenta el historiador romano Cornelio Tácito, en tiempos de Tiberio fue ejecutado un profeta, a quien se señalaba como el origen de la secta de los cristianos. Lo recoge en el capítulo XLIV del libro XV de los Anales, escritos alrededor del año 100 d.C., en el pasaje sobre el incendio de Roma durante el imperio de Nerón: “A fin de contrarrestar el rumor que señalaba a Nerón como el culpable de esta conflagración, él y quienes eran odiados por sus fechorías acusaron a personas llamadas por las gentes cristianos, culpándolos y condenándolos a los mayores tormentos. El Cristo, de quien habían tomado el nombre, había sido ejecutado en el reino de Tiberio por el procurador Poncio Pilato”. A continuación, Tácito pasa a referir la ejecución de los cristianos en el circo y en los jardines de Nerón, devorados por perros, crucificados o quemados vivos en la pira para iluminar las principales vías de la ciudad, y anota que existía “una pública simpatía hacia ellos, pues parecía que no eran sacrificados por el bien general, sino por la crueldad de un solo hombre”.
Ciertamente, la sociedad romana durante el Imperio presentaba inmensas oposiciones sociales, odios de clases, insurrecciones y guerras civiles… que conducían al deseo imperante de una vida mejor e incluso a la abolición del orden social existente, basado en la guerra y en la subyugación de nuevas naciones. En las Antigüedades judías, Flavio Josefo, un judío fariseo que nació en el 37 d. C., que vivió en Jerusalén y obtuvo información auténtica relativa a Jesús, en el libro XVIII, cuando habla del procurador Poncio Pilato dice: “Por este tiempo vivió Jesús, un hombre sabio [que] fue maestro de los hombres, quienes gustosamente aceptaban su verdad, y encontró muchos partidarios entre los judíos y los helenos. Este hombre era el Cristo. Aunque Pilato lo crucificó basándose en la acusación de los hombres más sobresalientes de nuestro pueblo, aquellos que primero lo amaron permanecieron fieles a él”.
Paralelamente a los poderosos y los ricos existían miles de ciudadanos libres, campesinos empobrecidos, arrendatarios arruinados, miserables artesanos urbanos, sin hogar, sin sentido de la seguridad, dependientes de las migajas que los grandes señores les arrojaban movidos por la generosidad, el temor o el deseo de paz. Se ha hecho de Jesús un amigo del proletariado, un moderno espinosista, un socialista, un hombre intrépido, un representante de la religiosidad del Estado Moderno, un defensor religioso del dominio de los Gobiernos. Y, sin embargo, vemos en sus palabras a un luchador implacable contra el abuso de poder a través de la ideología; cuando el Evangelio de Mateo presenta a Jesús diciendo “Las zorras tienen cuevas, y las aves del cielo, nido; mas el Hijo del hombre no tiene lugar donde reposar su cabeza”, expresa claramente una rotunda protesta. Ante el lujo y opulencia que los grandes exhibían de forma obscena, Jesús participó de ese enfrentamiento de clase. En el mismo evangelio leemos la acusación más audaz contra los pudientes: “Os aseguro que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos”, verdadera declaración de hostilidad.
Aun en su componente mítico y metafórico, no perdamos de vista que las obras poéticas son mucho más importantes para el conocimiento de la época en que fueron escritas que las más “fieles” narraciones históricas. Los Evangelios nos ofrecen un excepcional panorama de la cotidianidad de las masas en la Palestina contemporánea de Jesús, de sus constantes, su carácter, sus aspiraciones y los efectos de sus fuerzas sociales sobre las gentes. La Antigua Roma estaba basada en un sistema económico asentado sobre la desigualdad y el expansionismo territorial. Las diferencias y oposiciones de clase hicieron su aparición bajo los tipos de los usureros, los grandes latifundistas y explotadores de la tierra y los ricos comerciantes.
En la guerra, no solamente los combatientes eran capturados, sino toda la población del país conquistado era esclavizada y repartida entre los victoriosos… o vendida, considerada ante la ley como una mercancía. En las minas se hacía trabajar a los esclavos todo lo posible, porque mientras más trabajasen, más dinero hacía su amo; las minas de plata de España fueron las más productivas de la Antigüedad: Diodoro Sículo cuenta en el siglo I a. C. cómo muchos de ellos “por trabajar muy bajo tierra y gastar energía día y noche en los pozos, morían de excesivo trabajo, porque no tenían recreaciones ni descansos en el trabajo y eran dirigidos por el látigo de sus capataces, por lo que sufrían las peores incomodidades y trabajaban hasta morir”. El inicio del proceso de decadencia económica que experimentó la Roma de Tiberio en el tiempo en que Jesús vivió, cuando el Imperio llegó a lo más alto y empezó a preocuparse por los bárbaros, provino precisamente de la falta de suministro de esclavos, que no resistían el sistema de explotación, del militarismo y del abusivo sistema de tributos y saqueo de las provincias subyugadas, que servían para aplacar a los peligrosos vecinos.
El Imperio romano, a través del absolutismo, el pillaje colonial y la militarización, destruyó la vida política en todas las regiones que conquistó. En donde duró más tiempo una vida política vigorosa fue en Jerusalén, la mayor ciudad de la fértil y fronteriza Palestina, entre Egipto, Mesopotamia, Siria y el desierto arábigo. Tiberio requirió de un serio esfuerzo para destruir el último baluarte de libertad política del Imperio: tras un tempestuoso sitio de la ciudad, Jerusalén fue completamente arrasada en el 70 d. C., 37 años después de la ejecución del llamado Mesías, y el pueblo judío se quedó sin hogar. Algunos siguen deteniéndose en la cuestión, sobradamente demostrada, de la existencia de Jesús de Nazaret, mientras que sus palabras, su mensaje de profunda raigambre humana y política construido contra la injusticia social, cobran hoy más sentido que nunca: que todos los hombres somos iguales y que el mandamiento que debe regir sus vidas es sólo uno, el del amor. Leer hoy sus palabras, verdaderas consignas contra la opresión y la desigualdad, se convierte en plena era del dominio del Imperio de los mercados en un auténtico ejercicio de lucidez.
