En fecha temprana, la Iglesia adoptó la palabra anatema para denotar la exclusión de un pecador de la sociedad de los fieles, aunque el anatema se pronunciaba principalmente contra los herejes. Todos los Concilios, desde el primer Concilio de Nicea (325) hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), han parafraseado sus cánones dogmáticos: “Si alguno dice…. Sea anatema”. Sin embargo, aunque durante los primeros siglos el anatema no parecía diferir de la sentencia de excomunión, empezando en el siglo VI se hizo una distinción entra ambos términos.
El Concilio de Tours (813) decretó que luego de tres amonestaciones se recitara en coro el Salmo 108 (107) contra el usurpador de los bienes de la Iglesia, que además caiga en la maldición de Judas Iscariote, y que “no sólo sea excomulgado, sino anatematizado, y que sea golpeado con la espada de los cielos”. Esta distinción fue introducida en los cánones de la Iglesia, tal como se prueba por la carta del Papa Juan VIII (872-882) encontrada en el Decreto de Graciano (c. III, q. V, c. XII): “Sepan que Engeltrudis no sólo está bajo la sentencia de excomunión, que la separa de la sociedad de los hermanos, sino también bajo anatema, que la separa del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”.
Esta distinción se halla en las primeras Decretales, en el capítulo Cum non ab omine. Las Decretales eran cartas de los papas en las que comunicaban decisiones sobre cuestiones disciplinarias. En este mismo capítulo, el décimo de las Decretales II, tít. I, el Papa Celestino III (1191-1198), hablando de las medidas necesarias para proceder contra un clérigo culpable de robo, homicidio, perjurio u otros crímenes, dice: “Si luego de haber sido depuesto de su oficio se vuelve incorregible, primero será excomulgado, pero si persevera en su contumacia, deberá ser golpeado con la espada del anatema. Pero si sumergido en lo profundo del abismo llega al punto en que desprecia estas penalidades, debe ser entregado al brazo secular”.
En un período posterior, Gregorio IX (1227-1241) distingue entre excomunión menor, lo cual implica exclusión solamente de los Sacramentos, y excomunión mayor, lo cual implica la exclusión de la comunidad de los fieles (Libro V, tít. XXXIX, capítulo LIX). El papa declaró que en todos los textos en que se menciona la excomunión, se trata de excomunión mayor. Desde entonces no ha habido diferencia entre excomunión mayor y anatema, excepto el mayor o menor grado ceremonial al pronunciar la sentencia de excomunión.
El anatema permanece como una excomunión mayor, la cual se promulga con mayor solemnidad. El Papa Zacarías (741-752) redactó una fórmula para esta ceremonia en el capítulo Debent duodecim sacerdotes (Causa XI, quest. III). El Pontifical Romano la reproduce en el capítulo Ordo excommunicandi et absolvendi, distinguiendo tres clases de excomunión: la menor, incurrida por una persona que mantenía comunicación con alguien bajo sentencia de excomunión; la mayor, pronunciada por el Papa al leer una sentencia; y anatema, o la penalidad incurrida por crímenes de orden grave, y promulgada solemnemente por el Papa.
Al emitir esta sentencia el Papa se viste con amito, estola y una capa pluvial violeta; usa su mitra y es ayudado por doce sacerdotes vestidos con sobrepelliz y sosteniendo velas en las manos. Toma su asiento frente al altar o en un lugar adecuado, y pronuncia la fórmula de anatema que finaliza con estas palabras: “Por lo cual, en el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, del bendito San Pedro, príncipe de los Apóstoles, y de todos los santos, en virtud del poder que se nos ha dado de atar y desatar en el cielo y en la tierra, privamos a (nombre) mismo y a todos sus cómplices y a todos sus favorecedores, de la Comunión del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor; lo separamos de la sociedad de todos los cristianos, lo excluimos del seno de nuestra Santa Madre Iglesia en el cielo y en la tierra, lo declaramos excomulgado y anatematizado, y lo juzgamos condenado al fuego eterno con Satanás y sus ángeles y todos los réprobos, mientras que no rompa los grilletes del demonio, haga penitencia y satisfaga a la Iglesia; lo entregamos a Satanás para que mortifique su cuerpo y que su alma se salve el día del Juicio”. A ello todos los presentes responden: “fiat, fiat, fiat”. El Papa y los doce sacerdotes lanzan al piso las velas encendidas que habían estado sosteniendo, y notifican por escrito a los sacerdotes y obispos cercanos el nombre del excomulgado y anatematizado con la razón de su
sentencia, para que no tengan comunicación alguna con él. Aunque el sentenciado es entregado a Satanás y a sus ángeles, todavía puede arrepentirse, e incluso está obligado a ello. El Pontifical da la forma de absolverlo y de reconciliarlo con la Iglesia. La promulgación del anatema con tal solemnidad está calculada para infundir terror a los criminales, y así traerlos al estado de arrepentimiento.
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