“Tú, cuando ores, entra en tu pieza, cierra la puerta y ora al Padre, que comparte tus secretos. Y tu Padre, que ve los secretos, te premiará. Al orar no multipliquen las palabras como hacen los paganos que piensan que por mucho hablar serán atendidos. Ustedes no recen de ese modo porque antes de que pidan, el Padre sabe lo que necesitan” (Mateo 6:6-8).
La oración es la manera de conocer nuestro llamado y de cómo podemos servirle a Dios por medio del carisma que nos ha dado, además de que es el motor de nuestra vida cristiana y de nuestro servicio.
Cuando hablamos de oración, siempre nos referimos a ese instante en el que lanzamos una o varias palabras al Cielo, creyendo que Dios nos escucha. Algunas veces lo hacemos por intuición y otras por fe, pero la verdad es que orar va mucho más allá de todo eso.
Así como rezar es decir en voz alta una oración a Jesus, orar es entrar en un diálogo directo con el Padre en medio de un respetuoso silencio. Es una relación entera, íntima y profunda, tratando de alcanzar un encuentro vivo y real con cada una de las palabras que le hablamos o con las que El nos habla. Es decir, debemos buscar en nuestro corazón una experiencia profunda de paz, amor y confianza, procurando siempre tener el alma limpia. En el momento en que profundizamos en la oración vamos buscando la presencia del Padre, apartando nuestro pensamiento de todo cuanto nos rodea hasta llegar a ese momento feliz en el que lo contemplamos, adorándole y exaltándole con cada palabra que le decimos o que de Él recibimos.
Es como aquella vez que un sencillo obrero dispensaba largas y silenciosas visitas al Señor.El sacerdote le pregunto un día qué era lo que le decía al Señor, y el obrero respondió: Yo no le digo nada, simplemente le miro y El me mira a mi.
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