El anatema fue una fórmula muy difundida en las comunidades de aquella época, y se remonta a un tabú de las tribus nómadas según el cual, todo aquel que no pertenecía a la propia tribu pertenecía a otra divinidad, junto con sus posesiones. Y en consecuencia, en el caso de una victoria sobre dicha persona, debía ser purificada; es decir, aniquilada.
La constancia más concreta de este caso ocurrió en Jericó, donde los vencedores mataron a todos hombres, mujeres y animales, y los objetos de bronce y de hierro fueron consagrados a Yahvé: “Consagraron al anatema todo lo que había en la ciudad, hombres, mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos, a filo de espada” (Josué 6:21).
El incumplimiento de la orden de anatema era severamente castigado, lo cual nos confirma las siguientes citas bíblicas: “Pero los israelitas cometieron un delito en relación con el anatema. Acán, hijo de Carmí, hijo de Zabdí, hijo de Zeraj, de la tribu de Judá, se quedó con algo del anatema, y la ira de Yahvé se encendió contra los israelitas” (Josué 7:1).
“Saúl, vete y castiga a Amalec, consagrándolo al anatema con todo lo que posee. No tengas compasión de él; mata a hombres y a mujeres, niños y lactantes, bueyes y ovejas, camellos y asnos” (1º. de Samuel 15:3).
En la época postexílica caía bajo anatema todo aquel que violaba la legislación casándose con mujeres extranjeras; era excluido de la comunidad y sus bienes destruidos: “Todo aquel que no viniera en el plazo de tres días, según el consejo de los jefes y de los ancianos, vería consagrada al anatema toda su hacienda, y él mismo sería excluido de la asamblea de los deportados” (Esdras 10:8).
También en el Antiguo Testamento se consideraba que una persona había caído en anatema cuando permitía que entrara en su casa cualquier cosa considerada como abominable: “No debes meter en tu casa una cosa abominable, pues te harías anatema como ella. La tendrás por cosa horrenda y abominable, porque es anatema” (Deuteronomio 7:26).
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